Anteproyecto de Ley Orgánica del Sistema Universitario (LOSU), el cuento de la lechera… sin cántaro

Publicado el por Xabier Arrizabalo, Profesor de la Universidad Complutense y miembro de su Junta de Personal Docente e Investigador por CCOO

Categoría: Enseñanza

El gobierno augura un futuro esplendoroso a la universidad pública, gracias a la nueva ley que quiere aprobar. Parece otro de sus cuentos de la lechera, pero tampoco en éste hay un cántaro lleno, ni siquiera al principio. Desde hace mucho la universidad padece problemas serios, agravados por la malhadada LOU que impuso el PP en 2001, conjuntamente con los drásticos recortes aplicados con la excusa de la crisis desde 2010. ¿Es entonces la LOSU como la LOMLOE? Ni siquiera. En estas páginas ya comentamos el carácter de la LOMLOE, con la que se eliminaban algunos elementos muy regresivos de la LOE, pero refrendando su base (por ejemplo, excluyendo la nota de religión, pero manteniendo las supersticiones anticientíficas de las religiones en la escuela pública y financiando la injerencia en ella de organizaciones tan reaccionarias como la Iglesia Católica). Ni eso haría esta LOSU, caso de aprobarse y entrar en vigor.

El proyecto de LOSU no resuelve nada. En 2001, la entonces responsable de universidades del PSOE, Carme Chacón, declaró que con la LOU se perdía la oportunidad para poder reformar en profundidad una institución tan importante para la sociedad. Hoy, de aplicarse finalmente la LOSU, no sólo se perdería la oportunidad de, ahora sí, revertir los recortes asegurando una financiación adecuada, para así mandar al basurero de la historia la letra de la LOU y también su espíritu. Además, se estaría refrendando la condena a una muerte lenta de la universidad pública digna de este nombre y, por tanto, capaz de cumplir plenamente la que debe ser su función social: garantizar la existencia de una enseñanza superior pública y de calidad, para cuyo acceso no exista discriminación alguna por nivel de renta, lo que a su vez exige unas plantillas suficientes y con contratos dignos.

Los problemas de la universidad pública son conocidos y están ligados sobre todo a la infradotación presupuestaria y al marco legal vigente. Las elevadas tasas -que ya financian el 22% del presupuesto- y la debilidad del sistema de becas limitan el derecho a la enseñanza superior a la juventud de la clase trabajadora, negándoselo a sus sectores más golpeados. Los recortes de la plantilla, que por ejemplo en la Complutense alcanzaron a un 11% del total, apenas han sido revertidos y la precariedad no es la excepción, sino la norma. Ligado a todo ello se mantiene en curso un proceso de privatización, con una abierta intromisión del capital, que convierte cada vez más en mercancía ese derecho democrático elemental, liquidando la autonomía universitaria. Coronando todo ello el funcionamiento dista enormemente de poder caracterizarse como democrático. El corolario es una amenaza cierta de deterioro de la calidad de la universidad pública, sólo contrarrestada hasta ahora por la implicación de estudiantes y personal.

Ante todo ello, ¿qué plantea este proyecto de ley? No comienza bien la exposición de motivos, donde se afirman cosas como que “han surgido nuevos modelos pedagógicos que articulan metodologías digitales en la presencialidad”, para camuflar la utilización de la pandemia como punta de lanza contra la presencialidad, que -caso de la UNED aparte- es la vía principal para evitar la discriminación por nivel de renta. También se asevera que “la Universidad se ha ido alejando de una concepción socialmente elitista para abarcar sectores cada vez más amplios de la población”, cuando en los últimos lustros se ha expulsado de ella a los sectores de la clase trabajadora que más han padecido la crisis y los recortes aplicados con ella como excusa, con su complemento de aumento de las tasas, disminución de becas, etc. De hecho, contradictoriamente el gobierno reconoce, en el propio texto, que la tasa de abandono es del 21% y que sólo el 36% del estudiantado acaba en el tiempo previsto; que las figuras más precarias del profesorado afectan a más de un tercio de la plantilla (el 34%); que “entre 2009 y 2018, el gasto en educación universitaria se redujo un 10 por ciento (…) se redujo el doble que el gasto general educativo y tres veces más que el gasto en educación no universitaria”. Todas las citas de este artículo que se recogen en cursiva, en las que no consta un artículo correspondiente, proceden de la exposición de motivos, el preámbulo.

Infradotación presupuestaria y más mercantilización

El artículo 37.2 afirma que “se establece un gasto público de como mínimo el 1 por ciento del PIB en los próximos diez años”, cuando en el propio documento se reconoce que “la media de inversión en educación universitaria de los Estados miembros de la Unión Europea alcanzó un 1,22 por ciento del PIB en 2018”.. Y, ¿acaso un 1% del PIB es suficiente, cuando en los países de la UE hay carencias incluso con una dotación mayor, cuando los efectos de los recortes han sido demoledores en todos los planos? Sin embargo, el gobierno asume una infradotación presupuestaria respecto a la región que, incluso sin aumentar su porcentaje de inversión en proporción al PIB, estaría dedicando un 22% más que aquí durante todo el próximo decenio.

No es sólo eso, sino que no hay ninguna garantía respecto a ese 1% (conviene recordar que, de momento, lo que hemos conocido de este gobierno, es la ausencia de plan financiero alguno para compensar las limitaciones impuestas por la pandemia para el funcionamiento de las universidades). El artículo 39 lo establece con claridad: “en caso de liquidación del presupuesto con remanente de tesorería negativo, el Consejo Social deberá proceder en la primera sesión que celebre a la reducción de gastos del nuevo presupuesto por cuantía igual al déficit producido”. Se impondría por tanto la política habitual de la UE de “déficit cero”, que “solo podrá revocarse por acuerdo de dicho órgano, a propuesta del Rector o la Rectora, previo informe de la intervención, y autorización del órgano correspondiente de la Comunidad Autónoma, cuando la disponibilidad presupuestaria y la situación de tesorería lo permitiesen”. Esto es: nunca.

Además, en la estructura de financiación incluyen una vía que es “la financiación por objetivos, en función del cumplimiento de determinados hitos de carácter estratégico”. Ligando esto con el peso aumentado que se quiere dar a los consejos sociales, la conclusión es clara: mayor mercantilización de la universidad pública, parte de cuyos fondos dependerían de que atendiera a exigencias ajenas a sus funciones constitutivas.

Otros artículos abundan en que la escasez presupuestaria obligue a las universidades a buscar los fondos por otras vías. Por ejemplo, el artículo 42 propone el mecenazgo “para financiar de forma complementaria sus actividades”, fondos que “gozarán de los beneficios fiscales establecidos”. Y también que “las universidades podrán suscribir convenios de colaboración empresarial (…) mediante los cuales, a cambio de una ayuda económica para la realización de las actividades que efectúen en cumplimiento del objeto o finalidad propios, se comprometan a difundir, por cualquier medio, la participación del colaborador en dichas actividades”. Lo mismo en el artículo 43 sobre patrocinio: “como forma de explotación de su patrimonio, las universidades podrán suscribir contratos de patrocinio por los que, a cambio de una ayuda económica para la realización de su actividad benéfica, cultural, científica o deportiva, se comprometan a colaborar en la publicidad del patrocinador”. En el horizonte, la perversión de situaciones como la del metro de Madrid, cuyas estaciones adoptan el nombre de empresas. Más de lo mismo en los artículos 44 y 45, respectivamente sobre “colaboración con otras entidades o personas físicas” y “entidades o empresas basadas en el conocimiento”. Y en el 47, “las universidades impulsarán la formación de redes de investigación entre grupos, departamentos, centros, instituciones, empresas y otras entidades” y en el 50, “desarrollo de proyectos de investigación que se lleven a cabo en universidades y entidades o empresas de forma complementaria”.

No, el proyecto del gobierno no sólo no pone coto a la mercantilización de la universidad pública, poniendo los medios que la evite, sino que profundiza la problemática situación de la que se viene.

Precariedad laboral e insuficiencia de la plantilla

En el proyecto (artículo 51) se establece que “el profesorado con contrato laboral temporal no podrá superar el 20 por ciento” y que “el profesorado funcionario será como mínimo el 55 por ciento” (el funcionariado es la modalidad contractual con mejores condiciones laborales). Es decir, el gobierno propone combatir la precariedad, pero sólo un poquito, imponiendo que, de cumplirse todo esto, lo que no suele acontecer, prácticamente la mitad de la plantilla (el 45%) quedaría fuera de la modalidad contractual más favorable para el profesorado.

Añadidamente, hay una grave insuficiencia de las plantillas vinculada a su reducción, desde 2010 sobre todo. Pero incluso para esto el gobierno impone condiciones: “se prevé que el cumplimiento de determinados objetivos estratégicos pueda constituir un criterio para la planificación anual del empleo público de las universidades”.

El procedimiento de acceso al empleo del profesorado, a través de la acreditación, fue fuertemente criticado cuando se impuso la LOU. Hoy, sin embargo, se mantiene tal cual, pese a los sesgos que comporta, en particular en el terreno ideológico en las ciencias sociales, donde sólo se computan méritos como los de publicaciones si se hacen en determinadas revistas, seleccionadas por un sistema carente de rigor científico alguno. Sin embargo, en el proyecto de LOSU se abre la opción de que las comisiones que lleven a cabo la acreditación (artículo 56), “tengan o no una relación de servicios con la Universidad y con independencia del tipo de relación, podrán formar parte de estas comisiones expertos/as, tanto nacionales como extranjeros de reconocido prestigio, en los campos científico, tecnológico, humanístico o artístico”. Es decir, podría participar en la selección del profesorado un “experto” de una empresa que tenga relación se servicios con la universidad. Podría participar, por ejemplo, un experto de la multinacional estadounidense Google (que gestiona el correo electrónico de la Complutense) o del Banco de Santander (que tiene sucursales en los campus, etc.).

Además, en el artículo 58, se impone que “las universidades reservarán, en cómputo anual, un mínimo del 15 por ciento del total de plazas que oferten para los cuerpos docentes de Universidad y el profesorado contratado permanente, para la incorporación de personal investigador doctor que haya finalizado programas de excelencia, autonómicos, nacionales e internacionales”. ¿Por qué se presupone que esas personas van a ser mejores profesionales que quienes no han accedido a esos programas, en muchos casos como en las ciencias sociales, por el brutal sesgo ideológico que comportan? ¿Dónde queda la autonomía universitaria para poder seleccionar adecuadamente al conjunto de su plantilla, atendiendo exclusivamente a criterios académicos?

En el artículo 62 se establece el mantenimiento de la jornada laboral docente entre 240 y 120 horas por curso. Y se mantiene también la posibilidad de modificar la jornada laboral en función de otros factores: “el número de horas de actividad docente dentro de esa horquilla vendrá determinado en función de la actividad investigadora, de transferencia del conocimiento y de gobierno universitario”. Es decir, tanto la investigación, medida de la forma referida, como la transferencia del conocimiento que no recoge la divulgación social tan necesaria, sino sobre todo su utilización por empresas. Lo que también podrá comportar “retribuciones adicionales” (artículo 63), al igual que por méritos individuales (artículo 73). Esto afecta también al personal de administración y servicios (artículo 79). Personal que, pese a que apenas es citado, también ha padecido severamente los recortes y una gran precariedad.

Ni rebaja de las tasas en la perspectiva de su desaparición, ni compromiso concreto en becas

El artículo 81, primero del Título XII, “El estudiantado”, comienza con retóricas declaraciones acerca del derecho al estudio para el que, sin embargo, no se ponen los medios necesarios. Ni siquiera para que las universidades establezcan plenamente su oferta de títulos, ya que el gobierno se reserva la prerrogativa de “establecer límites máximos de admisión de estudiantes en los estudios de que se trate”, en particular “para cumplir las exigencias derivadas de la Unión Europea”.

¿Qué plantea el gobierno respecto a las tasas? Se trata de un asunto de la máxima trascendencia, porque sólo 3000 euros de matrícula de un máster, incluso sin contar otros gastos necesarios, supone una barrera infranqueable para una parte considerable del potencial estudiantado. El aumento exponencial que se impuso en el curso 2012-13, apenas matizado después, hace que las tasas representen el 22% de la financiación de las universidades públicas. Y ante ello el gobierno, en la exposición de motivos del anteproyecto (que resulta un vacuo ejercicio de academicismo) sólo dice que “la Ley consolida un sistema que permite la reducción de precios públicos, así como la disminución de su disparidad entre Comunidades Autónomas, mediante la fijación de un límite máximo por parte de la Conferencia General de Política Universitaria”. Un límite máximo, cuando lo que se necesita es una bajada efectiva, comprometida para su aplicación inmediata y con la financiación necesaria a las universidades, que compense la caída de ingresos por esa vía. ¿Alguien tiene alguna duda, además, de que ese límite máximo, que fijaría la Conferencia General de Política Universitaria, estaría sometido a la política de techo de gasto? En definitiva, lo que dice la ley es nada acerca de la legítima reivindicación estudiantil de que el derecho al estudio no tenga precio y menos abusivo.

El artículo 84 es muy llamativo. Es sabido que la pandemia ha sido la excusa para que muchas empresas hagan lo que llaman limpia de trabajadores, que en realidad, para la mayoría, no es una limpia sino un drama, el del despido y el desempleo al que conduce. También la pandemia ha sido la excusa para atacar la presencialidad (que, sin embargo, se ha cobrado al estudiantado íntegramente). Precisamente el ministro Castells ha apoyado expresamente el desmantelamiento de la presencialidad, cuya ausencia o debilitamiento tanto discrimina a los sectores de menor ingreso. Este artículo dice que el estudiantado tiene derecho “a ser informado con la debida antelación de las modalidades, presencial, virtual o hibrida, en que se desarrollarán las enseñanzas y los exámenes”. ¿Qué significa en realidad esto? Parece una obviedad, cómo podría un o una estudiante no saber la modalidad. ¿O acaso es que se está abriendo la vía a que pueda ser modificada -sin consignar que lo sea por fuerzas mayores-, en cuyo caso, muy generosamente, se informará?

También es delicado que, en el mismo artículo, se establezca la concesión de “reconocimiento académico por su participación en actividades universitarias culturales, deportivas, de representación estudiantil, solidarias y de cooperación”. ¿Pueden entonces completarse los estudios cursando un número menor de asignaturas que el reglado? Entonces, ¿por qué cursar todas? Ocurre como con los dobles grados en los que se concede un título a quien ha cursado menos asignaturas que quien lo estudia como grado único. Todo esto establece diferencias, que también penalizan a quienes no disponen de tiempo para esas otras actividades por tener que trabajar. Y debilita los títulos.

Además, con el artículo 10, el proyecto de LOSU abre la vía a títulos oficiales con “Mención Dual, que comporta un proyecto formativo común que se desarrolla complementariamente en el centro universitario y en una entidad, en una empresa, en una organización social o sindical, en una institución o en una Administración Pública (…) Los requisitos para incluir la Mención Dual serán establecidos reglamentariamente por el Gobierno”. Es decir, se abre la posibilidad de que parte de la formación no se realice en la universidad. No se consignan los requisitos, pero, por el proyecto adelantado por el gobierno al respecto, podría llegar al 40% del total. Esta llamada enseñanza dual ya existe en la formación profesional, en donde los fraudes no son extraordinarios. Hacer prácticas remuneradas de acuerdo con el convenio colectivo correspondiente tiene sentido. Pero una fórmula como la que plantea el gobierno resulta, sin duda, un coladero para que las empresas puedan disponer de mano de obra muy barata e incluso gratis, con una supuesta formación como excusa que a menudo no es tal ni remotamente.

Es llamativa también la ausencia de toda concreción en torno a las becas. Todo el artículo que las aborda, el 82, es una pura declaración de intenciones, sin ningún compromiso específico. Arranca de forma rimbombante: “el Estado garantizará la igualdad de oportunidades en el acceso a la Universidad y en la permanencia del estudiantado en las enseñanzas universitarias, con independencia de la capacidad económica de las familias”. Después, palabrería hueca acerca de los derechos sin ni una sola referencia precisa, ni un solo compromiso.

Hay un punto más relativo al estudiantado que refrenda el mantenimiento de un funcionamiento no democrático, como se explica a continuación: su exigua representación. En el anteproyecto se resalta que “se aumenta la representación del estudiantado en determinados órganos de gobierno de la universidad”. Sin embargo, sólo se asegura un 25% en Consejos de Facultad y de Departamento, lejos por tanto de alcanzar el nivel paritario paritaria (la del claustro se fijará en los estatutos de cada universidad). Y ni se menciona la participación de estudiante alguno en el Consejo Social, cuyas funciones son tan relevantes. Incluso en la nueva modalidad que se habilita como alternativa para elegir rectora o rector, junto a la elección directa, se reduce su peso a un raquítico 10%.

Las legítimas reivindicaciones estudiantiles, económicas y de toda índole, no son satisfechas en el proyecto. Más aún, este los deja abandonados a su suerte.

Funcionamiento antidemocrático y cuestionamiento de la autonomía universitaria

La autonomía universitaria es un principio elemental que debe servir para preservar su funcionamiento de toda injerencia interesada desde el gobierno, pero también y sobre todo desde el capital. Por eso mismo la autonomía es atacada constantemente, bajo apelaciones también lanzadas contra otros servicios públicos, aludiendo a que su gestión está plagada de distorsiones (endogamia, enchufismo, etc.). Se ataca la autonomía para facilitar que la universidad atienda cada vez más a intereses espurios, con el desmantelamiento de lo que tiene de conquista obrera y democrática, para impulsar su mercantilización, para privatizarla cada vez más.

El Consejo Social es una de las piedras angulares del cuestionamiento de la autonomía, en conjunto con la infradotación presupuestaria (que es precisamente una competencia del Consejo Social). En el proyecto del gobierno, artículo 23, el Consejo Social mantiene sus competencias, tan importantes como que incluyen “aprobar los presupuestos y las cuentas anuales”, “promover acciones para captar recursos económicos (…) procedentes de los diversos ámbitos empresariales, sociales e institucionales locales, nacionales e internacionales” y “aquellas otras funciones que la Ley de la Comunidad Autónoma determine”.

Su composición incluía en la LOU (artículo 14.3) que fueran miembros del consejo “el Rector, el Secretario General y el Gerente, así como un profesor, un estudiante y un representante del personal de administración y servicios, elegidos por el Consejo de Gobierno de entre sus miembros”. El anteproyecto de LOSU sólo establece que sus miembros “no podrán superar el número de 20, deben ser personalidades de la vida cultural, profesional, empresarial, sindical y social local, nacional e internacional, con un demostrado arraigo en la Universidad, pero que no podrán ser miembros de la comunidad universitaria ni tener conflicto de intereses con la universidad”. Además, establece su mandato para seis años (al igual que los órganos unipersonales). Conviene recalcarlo: estamos hablando de un órgano integrado por personas ajenas a la universidad y seleccionadas por el gobierno autonómico, de modo que la vía para la injerencia externa está servida.

Asimismo, las facultades dejarán de elegir a su máxima autoridad, a través de sus Juntas de Facultad. El artículo 27.5 establece que la última palabra la tendría el rector o rectora, quien “nombrará al Decano o Decana de Facultad o al Director o Directora de Escuela, de entre tres candidatos o candidatas propuestos por la Junta de Facultad o de Escuela”. También, de acuerdo con el artículo 27.6, “al Director o la Directora de la escuela de doctorado, así como al Director o Directora del centro o instituto de formación permanente. De igual modo, puede proceder a su cese”. En el artículo 32 se confiere también al rector o la rectora la competencia de nombrar al director o directora de la Escuela de doctorado y “podrá elegir para este cargo a profesorado o investigadores doctores de reconocido prestigio externos a la universidad, nacionales o internacionales, si así lo prevén los Estatutos”.

El gobierno se ufana de que suaviza los requisitos para ser candidato a rector o rectora, pero sigue dejando fuera de tal posibilidad a la mayoría del profesorado y, desde luego, del conjunto de los miembros de la universidad. En cuanto a su elección, podría ser como hasta ahora, por sufragio universal ponderado por todos los miembros de la comunidad universitaria, garantizando el artículo 28 que “la representatividad del personal docente e investigador con vinculación permanente a la universidad no sea inferior al 51 por ciento”. O por un nuevo mecanismo, que es un órgano ad hoc, de “entre 20 y 30 miembros de los cuales el 50 por ciento corresponderá al personal docente e investigador de la universidad, el 10 por ciento al estudiantado, el 10 por ciento al personal técnico, de gestión y de administración y servicios, y el 30 por ciento a personas externas a la universidad de reconocido prestigio académico, cultural, social, empresarial o institucional locales, nacionales o internacionales”. Es decir, se abre la vía a que un 30% de sus miembros sean ajenos la universidad, incluyendo entre ellos a empresarios. ¿Dónde queda la autonomía universitaria? ¿Dónde queda su condición de servicio público? Quedan aún más amenazadas de lo que ya lo estaban.

A la luz de todo esto, adquiere la condición de cínico el gobierno al declarar en la exposición de motivos que “en lo referente a las estructuras internas y la gobernanza de la Universidad, la Ley refuerza la autonomía universitaria”. Además, en la “Disposición adicional tercera” del proyecto de ley, establece la preservación de los privilegios de la Iglesia Católica, para cuyas universidades constituidas antes de 1979 apela al franquista “Convenio entre la Santa Sede y el Estado español, de 10 de mayo de 1962” y así les asegura que “mantienen sus procedimientos especiales en materia de reconocimiento de efectos civiles de planes de estudios y títulos”.

Conclusión

El anteproyecto de ley universitaria que ha publicado el gobierno es muy negativo. No elimina los elementos más regresivos de la LOU de 2001 del gobierno de Aznar y de la propia LRU de 1983 del gobierno de González (de la que procede, por ejemplo, el ataque a la autonomía universitaria a través de la implantación de los Consejos sociales). Hay algunas fórmulas que son en realidad brindis al sol, como las menciones a limitar los contratos temporales o el derecho a la beca, ya que su materialización exige una dotación de fondos de la que el gobierno sólo dice que no será inferior al 1%. Pero el proyecto se inscribe plenamente en el nefasto Espacio Educativo de Educación Superior y, en general, en las directrices de la UE, que incluyen restricciones de gasto que el mismo gobierno consigna.

Incluso en algunos puntos empeora el contenido de la LOU, cuyo rechazo por una amplia mayoría motivó incluso que Rodríguez Zapatero se comprometiera a derogarla si llegaba a ser investido presidente del gobierno, compromiso que incumplió. Es el caso del refuerzo del Consejo Social como órgano ajeno a la universidad, las mayores competencias a los rectores o rectoras, etc.

Como tantas veces, las formas antidemocráticas de procesar una ley indican su contenido contrario a los intereses de la mayoría. El gobierno miente al decir que “se ha posibilitado la participación de la sociedad y de las restantes Administraciones Públicas”. Menciona al Consejo de Universidades, donde se encuentran a igual título las universidades públicas y las privadas, a la Conferencia General de Política Universitaria (Comunidades Autónomas) y al Consejo de Estudiantes Universitarios del Estado. Pero este órgano está presidido por el ministro de Educación y su vicepresidente primero es el secretario general de Universidades. Su representatividad para el estudiantado es ínfima. ¿Y los sindicatos? Resulta una broma de mal gusto, en definitiva, decir que la sociedad ha participado en la elaboración de este proyecto, como se refrenda, además, en las fechas elegidas: del 18 de junio al 8 de julio. Es decir, el periodo de cierre del curso en el que tanto el personal como sobre todo el estudiantado tiene la mayor carga de trabajo del año.

El proyecto del gobierno no aborda satisfactoriamente ninguno de los problemas que padece la universidad; ni la infradotación presupuestaria y su creciente mercantilización, ni la precariedad laboral y la insuficiencia de la plantilla; ni las tasas ni la debilidad del sistema de becas; ni la demediada autonomía universitaria ni la regresión democrática en su funcionamiento. Si el gobierno representara efectivamente los intereses de la mayoría social, que es la clase trabajadora y los sectores populares en general, como declara, retiraría inmediatamente este proyecto de ley universitaria. Y abriría un proceso de consulta y trabajo conjunto con sindicatos y asociaciones estudiantiles para la elaboración de la ley que efectivamente necesita la universidad pública, de cara a cumplir su función social. Pero como el gobierno no tiene intención alguna de hacerlo, sino al contrario, la tarea de sindicatos y asociaciones estudiantiles, como en general de todos los agrupamientos que defienden la enseñanza pública, es organizar la movilización para exigir como primer paso la retirada del proyecto y, como siguiente paso, la elaboración de una ley que efectivamente liquide la LOU y no como hace este proyecto que es, en lo esencial, limitarse a cambiarle el nombre.

El cuento de la lechera parte de un cántaro sobre cuyo rendimiento se hacen cábalas, hasta que el cántaro se rompe frustrando las ilusiones. En el caso de la LOSU, el gobierno propone un cuento de la lechera viciado de antemano, porque en ningún momento existe cántaro alguno.

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